(...) España sigue poniendo muertos
| FERNANDO ÓNEGA | 3 de Julio de 2007 (La Voz de Galicia)
MIENTRAS el ministro de Defensa informaba al Congreso del atentado que mató a seis militares españoles en el Líbano, el ministerio de Asuntos Exteriores confirmaba otra terrible noticia: otros siete españoles, esta vez civiles, caían asesinados en Yemen. En ambos casos, el instrumento de muerte ha sido el mismo: un coche bomba. En ambos casos se puede hablar de la misma organización autora: un grupo vinculado a Al Qaida, el buque insignia del terrorismo islamista, que estos días quiere mostrar enorme fortaleza, como se ha visto en sus intentos de provocar matanzas en Inglaterra. Y en ambos casos ha surgido la misma pregunta: ¿atentaron contra esa caravana de turistas porque eran ciudadanos occidentales o porque sabían que eran españoles? Por el tipo de turistas que visitan el territorio donde hizo explotar el coche-bomba, se podría pensar que se atacó a la caravana de turistas simplemente por ser occidentales; pero lo cierto es que eran españoles. Es decir, parte de esa civilización desordenada y pecadora, cuyos miembros visitamos las tierras y los templos árabes en una acción irreverente y sacrílega, que sólo busca los placeres mundanos y no la penitencia por todas nuestras perversiones. En nombre de ese entendimiento del hecho religioso se destrozan vidas, se lleva el miedo y la inseguridad a todos los puntos de la tierra, se mantiene en alerta a las policías de medio mundo y se mata a los «herejes» visitantes. Ante esa realidad, ¿qué hacemos viajando a países de tanto riesgo? Yemen no es una nación árabe más. Es cuna de terroristas que actúan en otros países. Hay antecedentes, como el secuestro de cuatro turistas franceses hace menos de un año. Y hay avisos oficiales, que el viajero debiera consultar y atender. Por ejemplo, la página web del Ministerio de Asuntos Exteriores advierte que la zona de Mareb, la del atentado de ayer, «no es recomendable» y, caso de viajar, resulta «imprescindible la compañía de guía local y de escolta militar». El Gobierno tendría que hacer un mayor esfuerzo de difusión del peligro de cada región del planeta para evitar nuevas desgracias. Porque la consideración final de este suceso es que cada día que pasa perdemos algo de seguridad. La perdemos en nuestros propios países, donde siempre estamos esperando algún zarpazo del terrorismo. Y la perdemos de forma acelerada cuando viajamos a determinadas naciones. Ése es el mensaje de un atentado como el de ayer y de los ocurridos antes en Nueva York, Madrid, Londres, Casablanca y otros lugares del mundo: conseguir que no nos sintamos seguros en ningún sitio. Ésa es la guerra santa de los fanáticos islamistas. Y ayer le ha tocado a España poner las víctimas. Nos ha vuelto a tocar.
MIENTRAS el ministro de Defensa informaba al Congreso del atentado que mató a seis militares españoles en el Líbano, el ministerio de Asuntos Exteriores confirmaba otra terrible noticia: otros siete españoles, esta vez civiles, caían asesinados en Yemen. En ambos casos, el instrumento de muerte ha sido el mismo: un coche bomba. En ambos casos se puede hablar de la misma organización autora: un grupo vinculado a Al Qaida, el buque insignia del terrorismo islamista, que estos días quiere mostrar enorme fortaleza, como se ha visto en sus intentos de provocar matanzas en Inglaterra. Y en ambos casos ha surgido la misma pregunta: ¿atentaron contra esa caravana de turistas porque eran ciudadanos occidentales o porque sabían que eran españoles? Por el tipo de turistas que visitan el territorio donde hizo explotar el coche-bomba, se podría pensar que se atacó a la caravana de turistas simplemente por ser occidentales; pero lo cierto es que eran españoles. Es decir, parte de esa civilización desordenada y pecadora, cuyos miembros visitamos las tierras y los templos árabes en una acción irreverente y sacrílega, que sólo busca los placeres mundanos y no la penitencia por todas nuestras perversiones. En nombre de ese entendimiento del hecho religioso se destrozan vidas, se lleva el miedo y la inseguridad a todos los puntos de la tierra, se mantiene en alerta a las policías de medio mundo y se mata a los «herejes» visitantes. Ante esa realidad, ¿qué hacemos viajando a países de tanto riesgo? Yemen no es una nación árabe más. Es cuna de terroristas que actúan en otros países. Hay antecedentes, como el secuestro de cuatro turistas franceses hace menos de un año. Y hay avisos oficiales, que el viajero debiera consultar y atender. Por ejemplo, la página web del Ministerio de Asuntos Exteriores advierte que la zona de Mareb, la del atentado de ayer, «no es recomendable» y, caso de viajar, resulta «imprescindible la compañía de guía local y de escolta militar». El Gobierno tendría que hacer un mayor esfuerzo de difusión del peligro de cada región del planeta para evitar nuevas desgracias. Porque la consideración final de este suceso es que cada día que pasa perdemos algo de seguridad. La perdemos en nuestros propios países, donde siempre estamos esperando algún zarpazo del terrorismo. Y la perdemos de forma acelerada cuando viajamos a determinadas naciones. Ése es el mensaje de un atentado como el de ayer y de los ocurridos antes en Nueva York, Madrid, Londres, Casablanca y otros lugares del mundo: conseguir que no nos sintamos seguros en ningún sitio. Ésa es la guerra santa de los fanáticos islamistas. Y ayer le ha tocado a España poner las víctimas. Nos ha vuelto a tocar.
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